Por Jesús Fontecha
8, 16, 32, 64, 128. Hasta hace poco tiempo, la potencia de una videoconsola se medía en gran parte por el número de bits que poseía. De hecho esta sucesión matemática carente de significado para la mayoría de los mortales, debería ocupar un “lugar de honor” en la memoria de cualquier jugón veterano. Y sí, el término jugón ya existía antaño, aunque su uso no era precisamente futbolístico.
Pero los números de esta sucesión no solamente representan bits tecnológicamente hablando, sino también generaciones, generaciones de personas que fueron creciendo a medida que se iban añadiendo nuevos términos a la serie. Generación tras generación y sin apenas tiempo para asimilarlo, los videojuegos se estaban convirtiendo en arte. Un arte a priori reservado para, como diría Ortega y Gasset, una minoría selecta. Mientras que otras formas de ocio como la música o el cine ya estaban asentadas entre la masa social, los videojuegos, sin embargo, comenzaban a extenderse, evolucionando con paso firme y rápido, tanto como lo hacían los procesadores de cada nueva generación emergente.
Toda forma o expresión artística es descubierta o inventada por alguien, a veces un alguien anónimo, una persona adelantada a su tiempo, un genio en un mundo inexistente.
Fue Ralph H. Baer quien en la década de los cincuenta propone una nueva forma de ocio. Surgía el concepto de videojuego. Más tarde, allá por el año 1972, Atari presenta el primer videojuego doméstico: Pong; con él asistiremos al nacimiento de la primera generación. A partir de entonces multitud de empresas empezaron a mostrar interés por lo que se empezaba a denominar ocio interactivo.
Pero no todo iba a ser un camino de rosas. A principios de los años 80, tiene lugar la primera crisis del videojuego. Se plantean nuevas estrategias de negocio para re-lanzar el mercado del ocio digital. Compañías como Nintendo y Sega se hacen cada vez más populares y desde Japón intentan “invadirnos” con aparatos electrónicos capaces de representar mundos virtuales en los televisores de la época. Las videoconsolas irrumpen en el mercado y con ellas surge la generación de los 8 bits. El primer término de la serie queda definido.
Durante los años 80 y principios de los 90, muchas eran las empresas que apostaban por hacerse un hueco en el mercado del entretenimiento digital, aunque es sabido que no era fácil. El éxito de algunas compañías supuso el fracaso de muchas otras. Nintendo y Sega mantienen el tipo y los videojuegos cada vez se extienden más entre la multitud. Una multitud a la que se empezaba a conocer con el apodo de “freaks”. Freaks que veían los videojuegos como algo más que un “mata-mata”.
Sega y Nintendo siguen caminos paralelos, surgen las primeras videoconsolas portátiles y algunos juegos suponen la creación de auténticas franquicias y estandartes para ambas compañías (Mario, Zelda, Sonic,…). Ya no solo basta con crear el hardware y unos cuantos juegos insignia; había que crear más y más software para alimentar aquellas máquinas y a todos esos freaks ávidos de nuevas experiencias y en constante crecimiento. De esta forma, se comienzan a desarrollar nuevos videojuegos en estudios independientes. Nacen las “thirds parties” y se asienta la generación de los 16 bits.
La década de los 90 avanza; el ritmo lo marcan los desarrolladores, cansados de exprimir hasta el último bit de cada máquina, exigen a las grandes compañías nuevos retos, nuevas plataformas y un nuevo hardware que los sitúe al borde de la desesperación y el suicidio profesional. Sony aparece en escena y ante la pasividad de Nintendo, Sega mueve ficha; “si vis pacem para bellum”.
Dos nuevas máquinas, Playstation y Saturn copan el mercado. Los graficos pre-renderizados se ponen de moda y las thirds parties adquieren un mayor protagonismo. La masa social se entremezcla con la minoría selecta. Se consolida la generación de los 32 bits.
Nintendo se encuentra entre bastidores, esperando el momento idóneo para contratacar. La muerte de Saturn es una muerte anunciada. En ese momento, Nintendo presenta en sociedad una nueva máquina: N64. El arte da paso al negocio.
Playstation se resiste a abandonar el escenario; la minoría selecta se divide y la generación de los 64 bits pasa desapercibida.
Eran tiempos en los que proliferaban las muertes por ataques cardíacos, y Sega optaba por acrecentar este hecho. A finales de los 90, y por sorpresa, Dreamcast inaugura una nueva generación a la que, un año después, se uniría Sony con su PS2. Nace la generación de los 128 bits.
La máquina de Sega prometía dar a sus fieles aquello con lo que estos siempre habían soñado, pero la realidad era otra y la falta de infraestructura online de la época hizo que a Dreamcast se le detuviera el corazón para siempre.
El comienzo del nuevo siglo trae consigo la madurez tecnológica tanto del hardware como del software. Los bits carecen de importancia y la potencia alcanza nuevas cotas.
Los videojuegos se asemejan a superproducciones de cine intentando ir más allá del ocio, con propuestas para mejorar la experiencia de los usuarios (ya no apodados jugones). Es también el momento de enriquecer nuestro vocabulario: juegos sociales, scene, party-games, sistemas de entretenimiento digital,… Toda la masa social se “sube al carro”. Ahora se le llama freak a otro tipo de personas.
Actualmente los videojuegos no dejan de ser un arte, un arte que ha perdido su encanto; el encanto de 1 época, el encanto de una sucesión matemática: {8, 16, 32, 64, 128}.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.